miércoles, 16 de mayo de 2007

Chano, el de los quesos

Es un señor buena onda que se dedica a vender diversos productos en algunos tribunales del Poder Judicial del Estado. Él, como muchas personas más, han hecho de los servidores públicos judiciales sus clientes cautivos, de tal manera que han realizado una vasta red de venta de productos, a crédito la mayoría de las veces. Esto había sido común para mí, hasta que vi a este buen hombre haciendo su labor en una oficina del gobierno central en la que yo me encontraba por azares del destino; dándome cuenta que tenía bastante alcance su producción de lácteos.

Ahora, reflexionando en ello, me asombro al pensar en cuántas personas se benefician de la centralización de las oficinas públicas, pues éstas dan la oportunidad de que afloren diversos negocios que tienen que ver con la gestoría, los productos alimenticios u otros múltiples servicios. Lo anterior lo refiero porque yo, como muchos compañeros más, hace varios años atrás nos beneficiamos del servicio de uno de estos comercios... era el restaurante “El club” (creo que ya desapareció) que ofrecía ricas comidas a crédito (creo que esta fue la causa de la desaparición), por las cuales sólo firmábamos un sencillo recibo que se nos cobraban en la respectiva quincena. Recuerdo con nostalgia cuando aparecía el cobrador cómo nos entraba el temor de la cuenta total y buscábamos en nuestros bolsillos hasta el último peso, pero claro, había unos que con maestría se camuflajeaban para no pagar, ipso facto se confundían entre las cajas de archivo, los libreros y los más recónditos rincones del juzgado, pero siempre eran los menos.

Asimismo, una buena parte de mi biblioteca jurídica la he adquirido por los vendedores que han venido a mi centro de trabajo con las mas recientes “novedades” literarias. Recuerdo al señor que me vendía los libros, debidamente trajeado (en un estilo que he denominado “daltoniano” por la incoherencia de colores), insistiéndome, “ándele joven, traigo este libro que es lo más reciente que ha escrito Don Piero Calamandrei”, bueno, siendo lo más reciente de alguien que murió en 1956, me resultaba interesante, así que lo compraba, obviamente, en cómodas quincenas.

La realidad es que estamos tan absortos en nuestro trabajo que no nos detenemos para observar la riqueza de todas estas vivencias que en verdad fortalecen nuestra existencia. Pasan los días, pero sabemos que no serían iguales sin haberte boleado los zapatos con el “Borrado” quien entre trapo y grasa te cuenta las penalidades de los “Tigres”, el equipo de sus amores, o bien, disfrutar la mañana cuando llegas al trabajo y en las inmediaciones del Palacio de Justicia ves a doña Eulalia, la de las comidas, en medio de la nube de gente que le hace sus peticiones gastronómicas.

Podrán cambiar nombres y faenas, la verdad es que todos podemos convivir con diferentes personas con las que hemos creado ese vinculo de mutua dependencia, y lo hacemos porque lo disfrutamos, al menos yo me divierto comprando o viendo toda esa variedad de productos que tengo la oportunidad de apropiarme, aunque no lo haga nunca, porque lo que vale no es propiamente el producto, sino vacilar con la señora de la joyería que te enseña los anillos con una piedra roja, como para Pedro Navajas, o con “Chalío” el que lava los coches, a quien le das la confianza de tus llaves y lo que guardas en tu vehículo, sabiendo que lo peor que puede pasar es que limpie las llantas con una sustancia que las deja muy brillantes pero que atrae a cientos de moscas.

Socializar, esa es la palabra, socializar, saber que cada persona con quien nos toca convivir es importante para nosotros, porque eso somos, animales sociales, seres que dependen de otros, pero que además, gozamos de sus prendas que le ponen sazón a nuestras vivencias diarias.
Bueno pues, pronto será la hora de comer, ¿mmmh... qué se me antoja, qué se me antoja?, que bueno saber que cuando se presente la necesidad, podemos contar con nuestros proveedores que siempre están ahí, a la orden y mejor aún, a crédito. Tal vez no estén de acuerdo conmigo, tal ves sí, por lo pronto ahí se quedan ¡yo me voy a las “Comidas Regias”!.

El negritorio

Es un trabajo duro pero alguien tiene que hacerlo, y si es un meritorio pues con mayor razón. En la labor que realizan los juzgados debemos tomar en cuenta que de sus niveles jerárquicos, el meritorio no es el nivel más bajo, sino el subterráneo. Sin embargo, debemos decir también que la importancia de dichos elementos es esencial, pues establece, sin temor a equivocarme, el futuro mismo de la judicatura.

El meritorio, como lo sabemos, no es otro que el estudiante de derecho al que se le permite hacer prácticas profesionales de derecho en los tribunales de nuestra institución, pero esas prácticas van desde hacer un proyecto de resolución, hasta ir por los refrescos para la hora de la comida. No es que se desprecie la aportación que estas personas realizan en los recintos judiciales, sino que su condición de inexpertos los hace fáciles presas para apoyar, en todos los aspectos, a quienes tienen una función determinada dentro del centro de justicia.

A pesar de ello, debemos considerar que el ser meritorio o practicante (practichambre les dicen también) no es una suerte de castigo, sino por el contrario, es la oportunidad de conocer la función judicial desde el punto más elemental. Lo anterior se sostiene con el conocimiento de que un gran número de los funcionarios que ahora laboran en el Poder Judicial del Estado, dentro de los que se encuentran jueces y magistrados, iniciaron haciendo funciones tan honrosas como comprar los cigarros al juez, cambiar los cheques de nómina de los 20 empleados del juzgado, acompañar a los abogados a sacar copias de expedientes, etc.

¿Quién no ha visto a esta pléyade de valientes y valiosos colaboradores correr el riesgo de una hernia discal por acomodar expedientes de 5 tomos en la parte más alta de los estantes del archivo?, o cargarlos para sacarles copia, o bien, llorar en silencio cuando se les encarga foliar y sellar las 149475739375 copias de un expediente, a expensas de perder la razón al darse cuenta en la mitad del trabajo que se han saltado una página y deben comenzar de nuevo. ¿Quién no los ha visto al final del día tener las manos blancas por el corrector líquido?, o negras por el pasante mal acomodado, arrastrando por la vida el error de no saber usar los sellos, de tal manera que todo su guardarropa lleva un delicado color verde, azul o morado, según sea el color de la tinta.

Pero también, quienes hemos pasado por esos trances, tenemos muy dentro de nosotros la agradable sensación de haber sido útiles en todo momento, habiéndonos dado el fortalecimiento de la paciencia, la delicia de la tolerancia, la experiencia en la redacción, el perfeccionamiento de nuestro conocimiento jurídico, así como la siempre valiosa entrada en el ámbito profesional al conocer a los abogados más experimentados, de tanto lustre, convivir con nosotros haciéndonos recomendaciones de buena fe y dirigiéndonos valiosos consejos.

De igual manera, se nos ha permitido por tales trabajos, el formar parte de equipos especializados que nos apoyan en todo momento, además de titulares que nos brindan sus conocimientos adquiridos a través de tantos años. Si bien estos elementos no reciben remuneraciones económicas, la ganancia se traduce en otros beneficios que sirven tanto como el dinero mismo, ya que el tiempo y el esfuerzo recompensan esa labor al ser considerados para los puestos vacantes, iniciando así la carrera judicial, habiendo quien asegura que en realidad dicho trayecto profesional empieza con el meritorio y no con el escribiente, como lo indica la Ley Orgánica del Poder Judicial. Tal vez lo mejor de esto, es que cada uno de los meritorios reciben en carne propia el conocimiento del servicio público, su avatares e ideales, teniendo la oportunidad de aprender a amar la noble función de escuchar, servir y obedecer la ley, dando a cada quien lo que le corresponde.

Es importante destacar que una trascendental fuente de conocimientos para los meritorios, es apoyar en la realización de resoluciones judiciales, lo cual era muy factible cuando se usaban las máquinas “Rémington”, porque además de generar fractura de dedos permitía a estos jóvenes el raciocinio jurídico, que a la larga les permitía la mejor comprensión de los preceptos legales y su interpretación. Lo anterior se encuentra en peligro por el uso continuo de la tecnología, que ahora requiere del uso de computadoras para el trabajo judicial, así como el conocimiento de los sistemas que se utilizan para tal efecto, haciendo más difícil la participación de los estudiantes en estos aspectos. Si bien es difícil, no es imposible, por lo que la búsqueda de opciones para mantener esta ayuda que brindan los meritorios debe buscarse y aplicarse, puesto que, como se ha dicho, en los meritorios se encuentran en buena medida los próximos jueces y magistrados que tendremos en nuestro estado, o acaso, los litigantes que habrán de fijar los criterios jurídicos que se sostendrán el día de mañana.

Sirvan estas palabras para dar reconocimiento a estos colaboradores informales, a los negritorios que soportan nuestra forma de trabajar, nuestro estado de ánimo, así como también algunos de nuestros caprichos, en el entendido de que son una pieza fundamental para el propósito de nuestra institución, aunque claro, utilizando una frase muy conocida, hay trabajos que ni siquiera los meritorios quieren hacer.

No haga concha, doña Concha

Doña Concepción (Concha, para los amigos) es una servidora pública que se encuentra dedicada a la labor de limpieza en los juzgados civiles del Primer Distrito Judicial. La conozco desde hace varios años en que coincidimos en un juzgado donde ambos trabajamos por algún tiempo. Persona de origen rural, pues es de un poblado de Zaragoza, Nuevo León, doña Concha tiene un trato sencillo y cordial, directo, podríamos decir, con el cual se puede saber de ella completamente como es, que piensa y que siente.

En una primera impresión me di cuenta que, como la mayoría de la gente, marcaba una sana distancia entre las demás personas, pero bastaba una sonrisa o una charla informal para romper la frágil barrera que abría paso a su vida y sus sentimientos, los cuales, debo decir, siempre me han parecido de gran importancia porque en ellos veo el reflejo de los míos propios. Doña Concha mantenía esa misma relación con la gran mayoría de los miembros del tribunal donde me encontraba adscrito, de tal manera que era parte de nuestra convivencia diaria saber de sus inquietudes y de los desperfectos que ocasionaba.

En los momentos de trabajo, era común cuando requeríamos de su servicio, pero era más común cuando se encontraba realizando trámites sindicales, médicos, escolares, familiares, etcétera, que le impedían dar una respuesta ágil a nuestras peticiones. Extrañamente, recuerdo siempre verla con un trapo de limpieza en la mano de aquí para allá, pero no la recuerdo usándolo. De hecho, le hacíamos bromas inocentes para molestarla, por ejemplo, le decíamos que la gente de mantenimiento le iba a dar un premio porque cuando hacían revisión notaban lo bien que cuidaba la escoba y el trapeador que siempre parecían nuevecitos. Si bien es cierto se enojaba, también lo es que esto era sólo un momento, para después seguir con sus tareas con la mejor de las sonrisas, aunque no con mucha disposición, de tal forma, un compañero antes de saludarla siempre le decía: ¡no haga concha, doña Concha!

Después de que han pasado algunos años, hace poco recordé que en una ocasión doña Concha sorteaba una muñeca de porcelana a través de una rifa entre amigos, la gente le bromeaba diciendo que esa muñeca la rifaba cada año, provocando su enojo, pero obviamente lograba el objetivo de vender los boletos. Tal recuerdo fue un detonante para que vinieran a mi mente las imágenes claras de mis compañeros de ese tiempo, de mis afanes, así como de todo aquello que en su momento me puso en el lugar en que me encuentro ahora. He reflexionado también que, por muy inocuo que parezca, doña Concha tuvo mucho que ver en ello, pues definitivamente mi vida no hubiera sido igual sin su presencia y sin las cosas que ahora recuerdo con nostalgia o con una carcajada.

Las relaciones que hacemos con quienes interactuamos diariamente nos puede dar muchos beneficios si ponemos nuestro empeño en que éstas siempre tengan como fundamento la solidaridad y el respeto. La comprensión, la intimidad y todo aquello que fortalece nuestra convivencia hasta llevarla a un plano de amistad, sólo se nutren en la coexistencia constante, donde además prevalece el interés mutuo.

Un viejo refrán reza que “valen más amigos que dinero” y es cierto, no por el importe material, claro, sino porque existen muchas situaciones donde la posibilidad económica no podrá ayudarnos para salir adelante, sino que solamente podremos hacerlo con la cooperación de alguien que estime invertir sus recursos en nosotros, lo que puede esperarse únicamente de un amigo.

Nuestra vida nos arroja muchos ejemplos, de cuando ocupamos de esto o de aquello, habiéndonos apoyado en diversas personas a las cuales correspondimos en esa confianza, o bien, estuvimos pendientes de sus intereses.

Esto es tan importante que malamente sólo lo valoramos cuando pasa la situación desagradable de saber que un amigo nos ha dado la espalda. Sabiéndonos traicionados, nos dejamos llevar algunas veces por el odio y el rencor. Sin justificar esto, trato de entenderlo como el saberse robado, víctima de aquél del que nunca se esperaba la traición. Sin embargo, lo anterior puede compararse con el perder a un amigo en la muerte, ya que en ambos casos, es imposible recuperarlos, a pesar de ello, existe un consuelo en ambas situaciones, el perdón para lo primero y la resignación para lo segundo. Al final, el sufrimiento viene no por la traición, sino por la pérdida del ser al que se le confió, intimó y amó, hasta al día del suceso fatal. Sucede que en tales casos, se sufre porque no se pierde un extraño, sino alguien que se quería como si fuera uno mismo, tal como lo refiere San Agustín al hablar de la muerte de un amigo íntimo, al que consideraba la “mitad de su alma”: “Porque yo sentí que mi alma y la suya no era más que una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo temía mucho morir, porque no muriese del todo aquél a quien había amado tanto”.

Apreciar a quienes nos quieren bien y se preocupan por nosotros, tal vez en mayor medida de lo que nosotros lo hacemos por ellos, es fomentar una vida tranquila, puesto que como barcos habremos de llegar a esos puertos de fraternidad cuando tengamos problemas, cansancio, hambre o frío. Los múltiples frutos de la amistad no sólo nos llevan a sentirnos seguros, sino saber que trascendemos aún más allá de las distancias y del tiempo, acaso de la muerte, como lo dice Marco Tulio Cicerón: “Pues el que mira a un amigo verdadero, lo está viendo como una imagen de sí mismo. Por lo cual los ausentes están presentes, los que necesitan algo lo abundan en todo, los débiles se sienten fuertes, y –lo que es más difícil de afirmar- los muertos viven, ya que así de grande es el honor, la memoria y la añoranza de los amigos que les acompañan”.

Lo mejor de todo es que la amistad es la fruta en un jardín, basta estirar la mano para tomarla, así, volteemos a nuestro alrededor y nos daremos cuenta de cuan vasta es la oportunidad de hacer crecer nuestra amistad.

Por mi parte, me congratulo en mis recuerdos, a la vez que procuro valorar ampliamente a los que me acompañan diariamente, como considero que lo hice con aquella señora que aún anda dando guerra en los tribunales con sus artilugios de limpieza (siempre nuevecitos), sintiéndome contento de decir a aquel que anda distraído en el trabajo: ¡no haga concha, doña Concha!

El monstruo comelonches

Sin duda es un personaje que se ha hecho presente en nuestra vida en los juzgados. Alguno de los lectores recordará aquella ocasión en la cual su esposa (o madre, según sea el caso), preparó aquel rico guisado exclusivamente para engullirlo a mitad de la jornada laboral, y así, después de su degustación, seguir con la ardua tarea judicial. Sin embargo, a la hora de saborear aquél rico manjar, nos topamos con la desagradable sorpresa de que tal pábulo (o sea, comida), ha desaparecido para encontrarse seguramente en la panza del temido protagonista.

Obviamente, cuando vivimos esta experiencia, pasamos de la sorpresa a la indignación, culpamos a todos por igual, e ideamos la más terrible de las venganzas, como el poner aceite de ricino en la próxima comida que llevemos al juzgado. El monstruo comelonches comúnmente tiene el poder de transformarse en el monstruo robaplumas, tomacocas, sacadulces, y un sinfín de variedades de la más terrible calaña. Los daños que esta figura puede ocasionar en los centros de trabajo es escalofriante, pues no sólo podemos hablar del plano material o alimenticio, sino incluso nos lleva al orden moral.

En efecto, cuando este tipo de hechos suceden, se disminuye la confianza entre los compañeros del recinto judicial, la duda envuelve a los que conviven con nosotros, minando por consecuencia la oportunidad de interacción, sucede esto porque el comelonches no da la cara, se oculta, confunde y miente deliberadamente para esconder su acto, o peor, para imputárselo a un inocente. Debemos reflexionar en el hecho de que si a una persona le roban su alimento, aunque parezca algo inocuo, no lo es de ningún modo, porque esto es la confirmación de que nuestro ambiente laboral carece de valores y de integración. ¿Qué otra cosa se puede decir de una oficina donde se encuentra una persona con tan poca moral para sustraer las cosas de los demás?. Peor aún, existen alguno cínicos que dejan en el lugar donde estaba la comida una nota dando las gracias por tan suculento platillo, y otros majaderos que dan recomendaciones porque le faltó sal o algún ingrediente.

También debemos preguntarnos qué lleva a una persona a cometer un acto tan bajo como robar comida: “el hambre” puede contestarse fácilmente, pero ¿en verdad existe algún famélico en un centro de justicia?. Es difícil imaginarse que pasa por la mente de la persona que en el conocimiento que un compañero (no un extraño) ha preparado su vianda con cuidado y la ha puesto a buen refugio, busque un momento de descuido para tomarla con premeditación, dar cuenta de ella y salir por la vida como si no hubiera ocurrido nada. ¿Acaso lo anterior no es igual que si se tomara dinero, alhajas o algún otro bien material?.

Pero sobre todo pensemos en la afectación que se hace al grupo de trabajo. Sabemos que para que un órgano de justicia trabaje adecuadamente, sus componentes deben encontrarse bien relacionados, de tal forma que la confianza mutua sirva como sustento al cumplimiento de los deberes, en mayor medida en un trabajo como el nuestro donde mediamos en pleitos cerrados, donde la discordia es el pan de todos los días. Para esta actividad, personas sin el perfil adecuado, que roban a sus compañeros en cualquier medida, sembrando por consecuencia el temor y la desconfianza, son algo que debemos atender con cuidado. Por lo anterior, debemos eliminar por completo esta plaga de monstruos.

El primer gran remedio es la denuncia franca y abierta contra este tipo de hechos, pensemos “ahora es la comida, ¿y mañana?”. Asimismo, nuestros líderes deben marcar pautas para garantizar entre nosotros la confianza y sancionar a los culpables de estos actos, sin excusas e inmediatamente, pues debemos poner el ejemplo en cuanto a nuestra calidad de impartidores de justicia. Pero tal vez, lo más importante sea el compañerismo y la cooperación, pues en la medida en que nos ayudemos mutuamente desaparecerán las oportunidades para que el monstruo comelonches aparezca de nuevo. Basta recordar los consejos de nuestros padres, o bien, las bases fundamentales de todo ser humano, las cuales se manifiestan de diferentes maneras, como en la Biblia, donde se nos dice:

“Mejores son dos que uno: porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayere, el uno levantará a su compañero: pero ¡ay del solo! Que cuando cayere no habrá segundo que lo levante. Y si alguno prevaleciere contra uno, dos resistirán; y cordón de tres dobleces no se rompe pronto” Proverbios 4:9-12

La respuesta, como siempre, está en nosotros y debemos encontrarla pronto, no sea que en un futuro nos veamos en el espejo y nos encontremos con un feo, horripilante, monstruo comelonches.

Con mis impuestos te pago¡¡¡

Volteas para ver detenidamente a la persona que ha proferido esas palabras y te das cuenta que lo mas probable es que sólo conoce donde está Hacienda porque ahí es donde está la parada del camión. No se detiene en decir la sarta de barbaridades que se le vienen a la mente: - “Tu estás para servirme, eres un … burrócrata (sic), ¿cuál calidad? ¿cuál calidad?”, etc., mientras que tu sólo contemplas su camisa de tigres (pirata), sus pantalones floreados y los tenis que próximamente recibirán su medalla por 25 años de servicio. Existen otras personas que no sólo se conforman con gritarnos esas cosas, sino que incluso amenazan con llamar a su amigo el juez, magistrado, presidente, gobernador, senador, diputado y no se cuantos títulos más, para que nos ponga en nuestro lugar.

También nos toparemos con aquellos seres agradables (no hay pillo que no se agradable) que nos solaza, nos da por nuestro lado, para después pedirnos de la manera más sencilla que hagamos algo deshonesto. Bueno, como dice el dicho, al caballo hay que hacerle caricias para montarlo. ¿Qué hay del otro?, el que amablemente nos distingue con su fastuosa generosidad de regalarnos un gansito para después pedirnos que le saquemos unas 3000 copias a costa del juzgado.

No cabe duda, llegan a nosotros los seres más especiales, desde aquellos que deslumbran por sus buenos modales como por otros que deberían estar sujetos a una evaluación psiquiátrica. Es claro que no podemos elegir a cuales atender y a cuales no, porque nuestra función nos obliga a hacerlo por igual, pero es esencial que siempre exijamos el debido respeto.

La educación, los modales y el lenguaje, son significantes para todos, tanto para los que servimos como para los usuarios, por lo que debemos mantenernos en un plano de igualdad. Pero de pronto, sin pensarlo, podemos acabar en una situación desagradable. Los factores que influyen en esto pueden provenir de ambos lados, sin embargo, el estar en el sitio del servicio público nos encamina a tener un peldaño más alto de dignidad. Lo anterior no es porque tengamos el carácter de autoridad (que incluso es otro valor), sino porque nuestra responsabilidad nos enfrenta a establecer cosas que resultan incómodas e incluso indeseables para aquellos a quienes atendemos.

Decir siempre que sí, o tratar de quedar bien con todo mundo, es un lujo que no podemos darnos puesto que siempre estaremos en desventaja. Todo mundo espera de nosotros una respuesta favorable a sus pretensiones por más mínimas que estas sean, desafortunadamente esto no puede ser así por simple lógica, hay cosas que podemos hacer y cosas que no. Lo malo es cuando no podemos llevar a buen puerto esa comunicación y aquél a quien negamos algo, arremete contra nosotros con una sarta de insultos de todos los grados posibles. ¿Qué hacer cuando esto pasa?, es probable que sientas que te sube la sangre a la cabeza y un calor te invada el cuerpo, tu mente empieza a buscar los insultos adecuados del vasto catalogo que tienes, piensas si le dolerá más que le recuerdes a su mamacita u otro pariente cercano. De repente, cuando estas apunto de abrir la boca, algo te impide proferir la larga lista que ya tienes preparada contra esa persona, no sabes que es, pero te contiene, te calma y terminas callado. Haces uso de tu educación, tus valores, tus buenos modales y simplemente sigues el lo tuyo, mientras que aquél que vocifera ante ti, sigue diciéndote improperios de toda clase. Sin embargo, también puede pasar que agarres ese anzuelo y de pronto, cuando te des cuenta, ya lo hiciste que se comiera un expediente de tres tomos con todo y sus 243 anexos.

En el primer caso, hemos escalado ese peldaño de dignidad y nos hemos alejado del nivel de la violencia verbal sin otro método que el de aplicar la tolerancia, en el segundo, hemos denigrado el respeto al ser más importante, nosotros mismos.

La tolerancia se da en muchos aspectos, en el laboral, religioso, político, filosófico, etc. Así también en la voluntad para hacer las cosas de una manera que, apegada a la verdad y a los valores, tal vez vaya en contra de la costumbre. Cuando alguien nos pide hacer algo deshonesto, podemos ofendernos e incluso reclamar, pero bastará con negarnos dignamente a hacerlo para cumplir con la firme idea de hacer valer la ética que impera en nosotros y que queremos que impere en los demás.

Es cierto, no somos monedita de oro, habrá a quién le caigamos bien y a quién le caigamos mal, incluso habrá quien piense que estamos en ese círculo de la ofensa o la corrupción, pero tolerar, siempre tolerar, hará que en una conclusión futura, la totalidad de nuestros actos nos ponga en el verdadero lugar donde debemos estar.

Lo dijo Ocampo con un aire de infalibilidad: “hay aves que cruzan el pantano y no se manchan” (obviamente Ocampo no era tigre ni rayado). Lo podemos decir también nosotros sin tanta solemnidad, pero con igual fuerza, haciendo lo que nos corresponde conforme lo dicen nuestros procedimientos administrativos y legales, aplicando para lo no escrito, lo que sea de acuerdo a la honradez y la decencia. Al final, estando convencidos de nuestro actuar, tendremos la seguridad que la tranquilidad de conciencia se sustenta en el cumplimiento de nuestros deberes, si alguien piensa que no es así, pues en realidad no importa para nuestros fines, y si actúa para desprestigiarnos, son los hechos lo que hablan al final de la jornada.

Enojarnos cuando alguien nos ofende es el camino natural, es decir, el primitivo, pero quien ostenta educación y amor a si mismo, aplica la indiferencia y el entendimiento. Claro que no hablamos de sumisión, ni de permisivismo, hablamos de una disposición del ánimo para permitir que los otros piensen o actúen de forma distinta a la nuestra. El bien y el mal coexisten en todos nosotros. Reaccionar con violencia nos lleva a un camino oscuro y sin dirección, donde nos perderemos invariablemente. Gandhi lo dijo de una forma sencilla: “si respondemos ojo por ojo, lo único que conseguiremos será un país de ciegos”.

Este mensaje no tiene el fin de enseñar, sino de hacer una reflexión de la inmensa labor que implica prestar un servicio público, donde nuestras principales armas serán los valores humanos que viven en nosotros. El Poder Judicial del Estado de Nuevo León, en su esencia, representa la justicia que nos reconoce como seres humanos de igual calidad. Entonces, pongamos un valor agregado para elevar esa conciencia y así estar a la altura de la institución a la que pertenecemos.

Pienso entonces que si alguien nos vocifera “¡con mis impuestos te pago!”, si tenemos que responder algo, nuestra única opción es decir, con todo respeto, “Gracias por cooperar”.

Yo inventé el jabón

“Sí, así es, no se sorprenda, yo fui quien lo hizo, pero por eso estoy demandando a la CIA, al FBI y al Gobierno en general, porque me robaron mi invento, y ahora me quieren violar”. Ah caray, esto último ya me preocupó, lo del jabón no tanto porque quien lo haya inventado pues no es tan importante, pero que quieran violar a alguien por eso, pues ya es otra cosa. Y bueno, esto se lo escuché a una señora que llegó al Juzgado Quinto Civil del Primer Distrito Judicial ya hace varios años, si bien a primera vista (y a segunda y tercera) esta persona parecía estar fuera de sus cabales, en el servicio público se tiene que aprender a escuchar de las cosas más triviales hasta las más sorprendentes. Obviamente se encuentra la rutina diaria del procedimiento legal, que las pruebas, que los términos, que las vistas, que los vistos, pero dentro de todo eso siempre encontramos cosas que hacen diferente nuestra vida en los Juzgados.

Que lleguen personas con historias fantásticas no es algo tan extraño, por el contrario, creo que todos los que hemos invertido algunos años en este devenir de la administración de justicia, nos hemos topado con estos personajes que llegan a nosotros con esos problemas ilusorios, pero para ellos tan reales, que tal vez su vida y lo que resta de ella, se basa en ellos. Recuerdo a un Juez contarme de una señora quien aseguraba que la espiaban a todas horas con un telescopio magnífico, y a otro funcionario a quien acudía una señora a preguntarle por su caso cada semana, cuando su asunto tenía muchos años ya de haber finalizado en contra suya, pero la señora no desperdiciaba la oportunidad de ponerse sus mejores vestidos, uno arriba de otro, y adornarse la cabeza con flores artificiales para acudir al juzgado.

Al principio estas historias nos causan gracia, después pueden llegar a fastidiarnos, pero el eterno deber de escuchar a quien acude a nosotros, nos impide ignorar a estos seres especiales que no puedo decir que han perdido la realidad, sino que al contrario, la han cambiado por otra mas adecuada para continuar con su vida. Ese deber de escuchar a todos los que acuden a nosotros, que es uno de los principios de la carrera judicial (profesionalismo), se convierte en un refugio para esas personas a quienes otros, aquellos que no cuentan con la obligación de la atención, les niegan el oído, la mirada, e incluso, la existencia.

Si, es muy pesado y complicado escuchar a esa persona mal arreglada, tal vez maloliente, contarnos la misma historia diez veces en un momento, y acaso pueda nuestra cara hacer un gesto de desagrado al verlos venir a nosotros con la misma cantaleta de todos los días.

Pero, reflexionando en ello, puedo decir que el servicio público, además de ser necesario para resolver los problemas de la comunidad, es tan grande que podemos ser receptores también de la fantasía de aquellos que su vida se ha transformado en una fiesta continua, o tal vez, en un inacabable trago amargo.

¡Ahí viene don Hermilo a decirnos otra vez que su familia lo ha abandonado¡, lo vemos descuidado, sucio, harapiento, que pensamos que si su familia regresara, nada más al verlo se volverían a ir. Pero estamos para atenderlo, para decirle por centésima vez que su problema no se resuelve aquí, sino en otras instancias, y él, después de un buen rato de explicaciones, se da por entendido, para regresar al siguiente día a decirnos nuevamente que su familia lo ha abandonado.

El servicio a nuestros semejantes nos pone pruebas para determinar nuestra vocación. El ser empleado de gobierno tiene mucho de apostolado. Yo he visto a quienes atienden a estas personas siempre con el mismo interés y la intención de que comprendan la raíz de su problema, aún con la certidumbre de que es un trabajo inocuo, pero también he visto a quienes no atienden bien ni siquiera al más cuerdo, mucho menos a quien llega colgado de una nube.

Pero así es nuestra función, debemos atender a todos por igual, algunos de ellos serán corteses, algunos nos tratarán mal, y otros, como a los que me refiero, nos dirán muchas cosas llenas de sueños o de pesadillas, y acaso serán más amables que los que vienen por una causa cierta. ¿Porqué entonces atender a unos bien y a otros no?, ¿acaso nuestro valor como funcionarios no se aumenta al tener el interés de ayudar a todos por igual?. Es cierto que debemos concentrarnos en aquellos casos que son 100% reales, pero navegar en esa fantasía, de alguna manera es un ejercicio para poner a prueba qué tan buenos servidores públicos somos.

¿Y la señora que inventó el jabón?, hace poco la vi vendiendo incienso en unas calles del centro de la ciudad, me vio y me reconoció después de varios años de no haberla visto, me dijo que aún la espiaban, que querían violarla porque ella había inventado el jabón y ..., y me siento orgulloso de decir que yo la escuché como la primera vez, atentamente.

Vivir en el error

Enrique Krauze, historiador reconocido, cita lo siguiente en su libro “La Presidencia Imperial”[1]: “... un viejo amigo de (Miguel) Alemán (Valdés) que había vivido siempre de los puestos públicos –César Garizurieta, , ...” acuñó “una de las frases más célebres del diccionario político mexicano: . Hombre coherente, cuando años después se quedó sin trabajo, se sintió a la intemperie y se suicidó.”

Traigo esta cita a colación en virtud de que hace poco tiempo tuve una reunión con algunos amigos de la generación de la facultad de derecho a la que pertenezco, mismos que se encuentran trabajando en diversas ramas, entre éstas se imponen desde luego el servicio público estatal o federal, así como los abogados postulantes. Los segundos, en particular, se quejaban de la situación por la que atravesaba el foro. Por su parte, aquellos que nos dedicamos al servicio público, si bien tenemos nuestros problemas, no parecen ser tan angustiosos como quienes se dedican a ser abogados litigantes.

Se escucha cada historia que da miedo ejercer esa noble profesión, días terribles donde el litigante acudió al juzgado nada más para saber que su negocio más importante había sido revocado hasta el emplazamiento cuando ya estaba por ejecutar la sentencia, en ese momento recibió una llamada que le avisaba que un cliente que tenía un gran adeudo con él se había ido del país para no volver jamás. Salió enojado para encontrarse que su auto lucía en vez de llantas flamantes ladrillos, a punto del llanto llegó a la oficina para ver, junto a los recibos de teléfono, luz, agua, etc., un emplazamiento a huelga de su secretaria por falta de pago y prestaciones sindicales. Mientras los leía recibía una llamada de su esposa donde le decía que sus hijos necesitaban media tienda departamental, a la vez que ella le exigía vacaciones o una solicitud de divorcio.

¿De qué están hechos estos seres que resisten diariamente estas situaciones que ni siquiera Ben Hur hubiera soportado? Recuerdo que desde que estaba como meritorio, cuando me tocaba charlar con alguno de los postulantes, sus comentarios siempre iban en el sentido de lo difícil de su situación, y estoy hablando de cuando en los juzgados civiles se radicaban alrededor de 3,000 a 4000 asuntos al año, y no ahora que se han reducido en un 70% o más.

Me ha tocado vivir a través de seres muy allegados los problemas, por no decir sufrimientos, de estos profesionales del derecho, quienes tienen distintos frentes en que luchar, contra su contraparte en el juicio, contra los funcionarios públicos que deciden sus juicios e, incluso, con los propios clientes quienes regatean siempre lo convenido por sus servicios.

En lo personal, mi desempeño profesional siempre se ha dado en el servicio público, sin embargo, sin haber vivido lo que pasan estos abogados, me pregunto que motiva a estos seres que sufren reveses a diestra y siniestra, aguantando estoicamente todas estas situaciones en contra. El plano económico podría ser, pero creo que más bien se trata de cierto orgullo personal que los mueve a ser, como lo diría el Quijote, “desfazedores de entuertos”.

No digo que ser servidores públicos sea la panacea, como lo afirmaba el mentado , pues en todos los ámbitos existen problemas de diversos matices, sin embargo, al estar concientes de que nuestro trabajo garantiza al menos ciertas aspectos esenciales, debemos darnos cuenta que hemos tenido suerte en encontrar un buen lugar para ejercer la profesión.

No dejo de admirar a los litigantes por la convicción con que defienden sus posturas, esté o no esté de acuerdo en ellas, asimismo, sé que algunos no obran con mucha buena fe que digamos, pero considero que es deber el servidor público estar atento a que no se sobrepase la legalidad. En la mayoría de los casos no puede hacerse mucho por ellos, porque nuestras metas, aunque tienen el mismo camino, no son comunes.

Pero, tal vez, el ser amables cuando los atendemos, haciendo siempre válida la presunción de que acuden a nosotros con buena fe, acceder a peticiones sencillas que no violan la igualdad de las partes, mantener una oficina limpia, agradable, si bien no impedirá que dejen de pensar en el suicidio, si hará que la estancia en los juzgados sea más placentera, de tal forma que no sumemos a la enorme carga que tienen que afrontar día con día.

Por lo pronto, espero no amanecer con la noticia que alguno de mis amigos litigantes subió a la azotea del Palacio de Justicia, se enredó en la bandera y saltó con la Constitución en una mano. Exagero, lo sé, y tal vez tomo a broma algo importante, pero creo en verdad que todos, en el día común, podemos hacer algo para que nuestra convivencia como juzgadores y justiciables, sea algo mejor que una labor pública, es decir, un servicio mutuo, donde nos importe lo que ambos tenemos que decir y hacer.
[1] Enrique Krauze. La Presidencia Imperial. Ascenso y Caída del Sistema Político Mexicano (1940-1996). Tusquets Editores. México. 2003. Página 143.